sábado, 3 de enero de 2009

La escritura de la Historia


Este año, a poco de comenzada la producción de textos para el ciclo 2009, comentábamos con la editora de Ciencias Sociales que el término Latinoamérica, empleado en la explicación de procesos referidos a la etapa colonial o a los procesos independentistas, nos parecía una anacronía, y que para ser coherentes, debíamos usar “la” América del Sur, como lo atestiguan varios textos de San Martín, por ejemplo, y de otros hombres del proceso revolucionario, o la fórmula menos geográfica de la América hispana. La denominación América latina o Latinoamérica parece más ligada al siglo XX, y sobre todo, a la segunda mitad. Este nomenclador tan exquisito tiene razones de tipo histórico, y no hará falta que las aclare: hispano se refiere a los países tributarios de la dominación española; en Iberoamérica, se agrega la dominación portuguesa. En rigor, lo que yo estaba pensando era que resonaran en los textos que leía los ecos de las épicas emancipadoras, como queda claro, por poner solo un ejemplo, en la carta de San Martín a Bolívar de 1821: «trabajar con sistema y plan en la independencia de la América y su felicidad»; «terminar la guerra de la independencia de la América del Sud”. En principio, no está mal que la construcción de un relato histórico —sobre todo cuando su afán de objetividad, es decir, de “ciencia” social, intenta alejarse del mito— se interese por las condiciones que determinan sus particularidades: se trata de una producción académica subordinada a objetivos pedagógicos. Sin embargo, la historia pierde brillo, es decir, se despoja de sus ornamentos retóricos cuando se propone esquivar cualquier forma de la mitología. Hayden White analizó los dispositivos de la construcción histórica, y ese libro revelador lo leí a los 24 años pensando, casi en forma permanente, en ese monumento llamado Eneida, y más todavía, en el prólogo esclarecedor que María Rosa Lida escribió para la edición de Losada que tradujo Ochoa (el Augusto de Accio y el Virgilio hallador de la predestinación romana en el pasado aquilíneo). Como sea, mi observación sobre los modos como habría de nombrarse a este rincón del mundo no descansaba en una disputa de tipo ideológico, sino más bien retórico. Me decía no hace mucho un amigo egresado de Historia que durante sus años de estudiante le llamaba poderosamente la atención el hecho de que los estudiantes no leyeran, ni en las cátedras ni en forma personal, los grandes monumentos narrativos del siglo XIX (la mejor didáctica para aprender a narrar la historia: Balzac o Sthendal, por ejemplo; Vicente Fidel López… ¡Tito Livio!, aunque haya que retrotraerse casi veinte siglos). Tampoco en las carreras de cine se aprenden esas formas extremas de lo narrativo. Y otro respetable editor de Sociales, lector novelístico voraz, solía encontrar las razones de su escritura tan lograda (esto se lo decía yo, obviamente; salvémoslo de la pedantería) en sus frecuentaciones literarias.
La belleza de los relatos históricos, que hasta comienzos de los años ochenta todavía podía encontrarse en los libros de texto, ha cedido paso a un compendio disímil de aspectos disciplinares (economía, sociología, análisis cultural…) cuya seña de identidad no pasa por la narración, sino por la digresión permanente para introducir el dato estadístico, el cuadro de doble entrada, la suspensión permanente de los verbos en pasado para la irrupción del presente (como si estuviéramos ante una forma del periodismo). Lo que parece perderse de vista en estas formas que intentan negar el mito es que una historia cualquiera (“nacional” o “universal”) siempre recubre aspectos legendarios, porque forma parte del dispositivo escolar. Esta negación a veces alcanza aspectos inauditos, como los que se producen cuando el mismo Estado, desde los diseños curriculares, propone interrogar las condiciones que provocan el desamparo y las injusticias del país en el que vivimos: ¡?!, como si tales infortunios escaparan de la responsabilidad estatal.
Felizmente, estas discusiones siempre están presentes en nuestro equipo de trabajo, y optamos por modos de escribir y difundir la historia que no pierden ni sus ribetes míticos ni su relación inevitable con lo estatal y lo nacional.