sábado, 6 de diciembre de 2008

José Hernández, editor

El prólogo de Hernández a La Vuelta del Martín Fierro, “Cuatro palabras de conversación con los lectores”, es un joya de intervención pública, un modo de revisitar la función de ese objeto (el prólogo) que la teoría ha reavivado con el aluvión de los estudios textualistas, un tratado de quehacer editorial en la apuesta que cualquier libro lanza al futuro, un programa educativo (por lo menos, en lo que respecta a la enseñanza de la lengua materna), unos apuntes dispersos de retórica verbal.
Estaba yo el otro día en la editorial buscando algún libro, como lo hago habitualmente, para llevarme a leer mientras que fumo, y encontré la edición de GOLU (Grandes Obras de la Literatura Universal) del Martín Fierro, que Pabla Diab, la directora de la colección, viene trabajando desde hace unos meses. Como el retorno a los lugares seguros, sabía yo que ese libro al que he vuelto en innumerables ocasiones tenía algo nuevo para decirme.
El tono que preside todo el prólogo, y cualquier editor que lo relea no hará más que identificarse hasta el escozor con el pobre Hernández, es el de una actitud justificatoria. Si por un lado predomina un arsenal léxico de filiación piadosa (benevolencia, generosa, confío, sacrificio) con el que Hernández se dirige a sus lectores, por el otro, se configura un interlocutor implícito, que es blanco no solo de justificaciones, sino de propuestas de acción para un joven Estado que está definiendo sus nudos distintivos. En efecto, los ocho primeros párrafos explicitan algunas cuestiones editoriales a las que, por lo general, los lectores no suelen prestarles atención, y que suelen constituir la materia prima de los desvelos editoriales. En primer término, justifica la tirada (20.000 ejemplares), que dividirá en cuatro impresiones. Solo por pereza (como dicen los caleños) hago cálculos contrafácticos, porque debería investigar la cuestión, pero es seguro que algún asunto financiero con el impresor tendrá por motivo esa distribución. Por lo pronto, Hernández cuenta con el antecedente de la primera parte del poema, El gaucho Martín Fierro, que –señala– ha vendido 48.000 ejemplares. Desde ese antecedente, es probable que haya proyectado, para una primera tirada, vender el 50% de la anterior. Lo interesante de estos cálculos, que no hacen más que amortiguar el riesgo que toda publicación impone, es que este Hernández hace las veces de autor y editor. Y es la pluma del editor la que prima, por lo menos en el comienzo del prólogo, no solo por el riesgo de la impresión, sino además por ese aspecto propiamente industrial de nuestro trabajo, la impresión. Ya no quedan editoriales que cuenten con talleres propios. Hasta no hace mucho, la Editorial Estrada contaba con ellos, y el hecho de poseerlos, era motivo de vanidad. Todavía hoy, en la placa de la calle Bolívar que la identifica, puede leerse talleres propios. Dice Hernández: “…y agregaré que confío en que el acreditado Establecimiento Tipográfico del señor Coni hará una impresión esmerada, como la tienen todos los libros que salen de sus talleres”.
Otra preocupación que revela al editor antes que al autor es la de las ilustraciones. Hernández no se ahorra esfuerzos por “decorar” algunas escenas del poema con un complejo proceso que involucra a un litógrafo y a un grabador de planchas metálicas. Quiere que su poema lo ilustre Carlos Clerice, joven artista que “ha dibujado y calcado en la piedra”, y que el señor Supot, “que posee el arte nuevo y poco generalizado todavía entre nosotros” fije en láminas metálicas “lo que la habilidad del litógrafo ha calcado en la piedra”.
En relación con el tono justificatorio, Hernández enfatiza la opción por los usos no cultos de la lengua que emplea, no solo por una cuestión de mímesis literaria, sino además por objetivos más “civilizadores”. Ya sabemos que la asociación entre una lengua culta y una literatura prestigiosa es un tópico recurrente en la historia de los estudios literarios nacionales, tal vez, por el afán entre arqueológico y filológico que aún persiste como residuo en la formación humanística de nuestras universidades. Lo que conviene recordar, no obstante, es que alguna crítica, como instancia que legitima o desplaza lo que se publica, aún sigue ejerciendo sus designios de juicio tomando la lengua como artefacto de valor. Esta cuestión reedita una vez más las reñidas relaciones entre academia y mundo editorial. Si lo novedoso de un autor a veces consiste en el nuevo estado de lengua (de uso de la lengua) que propone como operación de novedad, es cierto también que las evaluaciones con que lo recibe la crítica provienen, muchas veces, de ese escalafón por el cual lo literario sigue siendo un asunto lingüístico, una esfera separada y diferenciada, una reafirmación de su autonomía. Están, en este sentido, el trabajo de Ludmer sobre las llamadas “literaturas posautónomas” y el de Tamara Kameszain sobre Cucurto, Iannamico y otros poetas nuevos, en el que puntualiza la muerte de la metáfora o el lenguaje desprovisto de elaboración estética, en un capítulo de La boca del testimonio, que publicó Norma en 2007. En una próxima entrada podría referirme a estos trabajos.
La apuesta de Hernández, sin embargo, merece el mote de lo que la cultura liberal desinteresada llama populismo: La Vuelta del Martín Fierro debe servir para “despertar la inteligencia y el amor a la lectura” y convertirse en un “provechoso recreo”. Sin embargo, y aquí Hernández propone su programa retórico, por “medios hábilmente escondidos. (…) sin decirlo, sin revelar su pretensión” esta literatura debe “regularizar y dulcificar las costumbres (…) enseñando la moderación y el aprecio de sí mismo”. En este y en otros aspectos, Hernández queda enrolado en la tradición de los forjadores de la Patria. Recordemos que, para Groussac, primer director de la Biblioteca (creada, además, al mismo tiempo que el Ejército), los libros deben perseguir este mismo afán “civilizador” porque, de otro modo, “no sirven para nada”, incluso pueden ser quemados. Los libros son particularmente para los tiempos de paz; para los tiempos de la guerra, sirven las armas, no los libros. Exponente de esa tradición, Hernández sigue reavivando con este prólogo las relaciones entre libros y Estado, sobre todo, para un tiempo educativo como el que vivimos, en que el Estado ni siquiera reconvierte el canon escolar. Conocemos la iniciativa del Estado provincial, que celebramos: el profesor Oporto ha abierto la discusión sobre la situación actual de ese canon que, más o menos conciente, circula todavía entre las consciencias de los profesores de Literatura, aunque esperaríamos que esa discusión ganara los debates no solo de los notables que han sido convocados para la tarea, sino también de los docentes y editores (particularmente, de los editores educativos).
Sobre las relaciones entre escuela y sociedad, Hernández presenta la claridad de quien entiende la educación como un asunto totalizador de Estado, es decir, como el afán de un hombre público que, a diferencia de los especialistas que desarrollan, las más de las veces, propuestas de índole técnica, no desdibuja el rol de la institución escolar en su relación con un proyecto de país (tradición en la que han recurrido todos los intentos educativos serios), por el contrario, lo delimita y afirma. En efecto, dice Hernández que los “barbarismos” del poema deben ser enmendados por la escuela, “llamada a llenar un vacío que el poema debe respetar, y a corregir vicios y defectos de fraseología, que son también elementos de que se debe apoderar el arte para combatir y extirpar males más fundamentales y trascendentes, examinándolos bajo el punto de vista de una filosofía más elevada y pura”. A la luz de nuestras preocupaciones educativas actuales, sobreviene una pregunta inevitable: ¿qué hacer con una escuela que no llena ese vacío, y que, por el contrario, difunde propuestas de lectura que reconfirman la mismidad de las prácticas habituales de los alumnos que asisten a ella? ¿Cómo renovar un pacto por el cual la escuela se proponga como una instancia diferente, muy-otra? El carácter no autónomo que Hernández le da a su literatura (“un libro…debe prescindir por completo de las delicadas formas de la cultura de la frase, subordinándose a las imperiosas exigencias de sus propósitos moralizadores”) reaviva el viejo (pero no por eso saldado) debate sobre las funciones de la literatura en la escuela. Al presente, ese debate oscila entre el placer de los lectores (es decir, la confirmación hasta el hartazgo de sus consumos extraescolares), la mochila cada vez menos pesada de las tradiciones letradas, el infortunio de la formación de los docentes más jóvenes y las prescripciones oficiales.
Finalmente, Hernández se anticipa casi cincuenta años a las primeras publicaciones de Borges, pero más de cien a lo que alguna crítica ha querido ver en el universalismo del prestigioso autor: enrolar la tradición de un país sin tradición como la Argentina en los grandes episodios de la cultura universal. En la perspectiva de Hernández, el gaucho “expresa en dos versos claros y sencillos, máximas y pensamientos morales que las naciones más antiguas, la India y la Persia, conservaban como el tesoro inestimable de su sabiduría proverbial”. Y con afán enciclopédico encuentra esas mismas expresiones en Sócrates, Platón y Aristóteles; en el “afamado” Séneca, en los “hombres del Norte”, aun cuando reserve una exclusividad para estos hijos de la campaña: si aquellos lo hacen en prosa, estos, en verso, porque “hay (en ellos)… algo de métrico, de rítmico, que domina en su organización y que lo lleva hasta el extraordinario extremo de que todos sus refranes, sus dichos agudos, sus proverbios comunes, son expresados en dos versos octosílabos perfectamente medidos, acentuados con inflexible regularidad, llenos de armonía…”.
Finalmente, para echar mano a una sutil camaradería, es bastante común referirnos a los libros que editamos como “hijos”. Cuando el libro llega de la imprenta, y su editor lo sostiene entre las manos, es habitual hablar de partos. Hernández finaliza su prólogo con estas palabras: “y allá va a correr tierras con mi bendición paternal”.

8 comentarios:

Anónimo dijo...

Me gusta mucho el artículo. Suerte y adelante.

Anónimo dijo...

Iuja.

Tomás Linch dijo...

Diego bienvenido al fútil, pero no por eso menos interesante, mundo blogósfero. La única virtud sobre un océano real es que al ser infinito, las botellas no lo tapan.
Saludos y buena suerte!

Tomás

Anónimo dijo...

¡Adelante!
Y siempre salud.
Romana

Diego B dijo...

Enhorabuena, diego. Te leemos con gozo.

Anónimo dijo...

Leeremos y difundiremos los apuntes del editor. «¡Enhorabuena!», digo también. Bienvenidas palabras!

Anónimo dijo...

Diego querido, con las vueltas que he dado para escribir este mensaje. Cuanta más gente pueda leerte, mejor será. Me dio un gran placer leerte como quien te escucha, imaginar que estas anécdotas exquisitas seguirán siempre porque siempre las hubo en tu vida.
Beso adri

SilviaS. dijo...

Un placer (no sé si porque tu artículo reafirma hasta el extremo mi consumo extraescolar de vos, jeje).
De verdad, un gusto.
Pensaba que ese panorama que planteás acerca de la función de la literatura en la escuela pinta bien lo que hoy sucede; pero no sé si no habría que considerar, como un elemento con el mismo peso que los que nombrás, que muchas veces -¿más allá? de las políticas oficiales y editoriales- la literatura es percibida como un lujo al que no podrán acceder todos los alumnos. (Aquello de que "primero tienen que saber leer otras cosas" y, de hecho, "no saben" pero, lo que es más, "no pueden".)
Me parece que, a veces y desde esta perspectiva, la literatura aparece como EL viejo legado de LA vieja escuela secundaria: la que fue, la que se perdió, la que formaba a un sector social más o menos acotado (la de una supuesta edad de oro no vivida, probablemente, por quienes hoy perciben esto), frente a esta que, por lo menos en los papeles, está "obligada" a formar a todos.
En esa añoranza, la literatura es "aquella" y no parece recuperable. Quiero decir que entre el placer como discurso demagógico o conformista, la tradición de Las Letras, la formación docente, las ¿prescripciones? oficiales está la escuela (docentes, profesorados, Estado) sin saber qué quiere hacer con los pobres (no solo con los pobres, pero sobre todo con ellos). Nadie dijo que la literatura estuviera escrita para los pobres. Y mucho más si la escuela no va a garantizar el ascenso social.

Coincido con vos en esa necesidad de otredad (si no, para qué). La cuestión es qué se piensa de los lectores para considerar qué es “otro”. Yo no puedo dejar de pensar en las escuelas y en las cosas que me voy cruzando:
Hace poco, un colega me decía que proponía leer un cuento de Cucurto –en una escuela privada para chicos de clase media alta- porque se podían “identificar” (¿con qué?- pensaba yo- ¿con el repositor de Coto?), frente a otro que proponía Shakespeare. (Personalmente, creo que Hamlet o Macbeth y un cuento de Cucurto pueden ser “lo otro” por igual, aunque por razones casi oopuestas.)
Por la misma razón, en una escuela de Barracas, una profesora había puesto a circular “Cuando me muera quiero que me toquen cumbia”, de Cristian Alarcón. Éxito masivo. ¿Por identificación realmente? La historia que se cuenta es la de un pibe mítico: el Frente Vital, suerte de Robin Hood de la villa, que muere en manos de la policía.
Por la razón contraria (para poner a sus alumnos en contacto con consumos culturales que eran importantes para ella), una profesora de una escuela de Once los llevó al teatro. Vieron Stefano (o Babilonia, no recuerdo). Resultó que, como muchos de sus alumnos eran bolivianos, al volver a la escuela se pusieron por su cuenta a hablar de la obra y de ellos y de sus casas y familias y...
No sigo por ahora, porque si no, me voy a tener que poner a revisar qué quiero decir, jajaja... prefiero dejarlo así... en comentario medio suelto.
Besossssss!!!!!!!