lunes, 22 de diciembre de 2008

Navidad de Joyce II

Suena una vieja canción de Navidad


Como el tierno calor de las estrellas, rompieron a iluminar su memoria momentos de su vida con ella que nadie conocía, que nadie sabría nunca. Anhelaba hacérselos recordar para que olvidara su aburrida existencia conjunta y que rememorara solamente aquellos de éxtasis. Ya que los años, sentía él, no habían colmado la sed de su alma o la de ella. Los hijos, sus escritos, su labor de ama de casa, no habían apagado el tierno fuego de sus almas. En una carta que le escribió por aquel tiempo, él le decía:
¿Por qué palabras como estas me parecen tan sosas y frías? ¿Es porque no hay una palabra tan tierna que sea capaz de ser tu nombre?
Como una melodía lejana, estas palabras que había escrito años atrás le llegaron desde el pasado. Deseaba estar a solas con ella. Cuando todos se hubieran ido, cuando estuvieran solos él y ella en la habitación del hotel, entonces estarían juntos y a solas. La llamaría quedamente:
—¡Gretta! …
Se volvió ella lentamente del espejo y atravesó el cuadro de luz para acercarse. Su cara lucía tan seria y fatigada que las palabras no acertaban a salir de los labios de Gabriel. No, no era el momento todavía.
—Se te ve cansada– dijo él.
—Lo estoy un poco— respondió ella.
—¿No te sientes enferma ni débil?
—No, cansada; eso es todo.
Gabriel […] le puso una mano sobre el pelo y empezó a alisárselo hacia atrás, tocándolo apenas con los dedos. El lavado se lo había puesto fino y brillante. Su corazón desbordaba de felicidad. Justo cuando lo deseaba había venido ella por su propia voluntad. Quizá sus pensamientos corrían acordes con los suyos. Quizá ella sintiera el impetuoso deseo que él guardaba adentro, y que su estado de ánimo imperioso la había subyugado. Ahora que ella se le había entregado tan fácilmente, se preguntó por qué había sido tan pusilánime.
Se puso en pie, sosteniendo su cabeza entre las manos. Luego, deslizando un brazo rápidamente alrededor de su cuerpo y atrayéndola hacia él, dijo en voz baja:
—Gretta, querida, ¿en qué piensas?
No respondió ella ni cedió a su abrazo por entero. De nuevo habló él, quedo:
—Dime qué es, Gretta. Creo que sé lo que te pasa. ¿Lo sé?
No respondió ella enseguida. Luego dijo en un ataque de llanto:
—Oh, pienso en esa canción, La joven de Aughrim.
[…] —¿Qué ocurre con esa canción? ¿Por qué te hace llorar?
Ella levantó la cabeza de entre los brazos y se secó los ojos con el dorso de la mano, como un niño. Una nota más bondadosa de lo que hubiera querido se introdujo en su voz.
—¿Por qué, Gretta? — preguntó.
Pienso en una persona que cantaba esa canción hace tiempo.
—¿Y quién es esa persona? — preguntó Gabriel, sonriendo.
—Una persona que yo conocí en Galway, cuando vivía con mi abuela— dijo ella.
La sonrisa se esfumó de la cara de Gabriel. Una rabia sorda le crecía de nuevo en el fondo del cerebro y el apagado fuego del deseo empezó a quemarle con furia en las venas.
—¿Alguien de quien estuviste enamorada? — preguntó irónicamente.
—Un muchacho que yo conocí— respondió ella— que se llamaba Michael Furey. Cantaba esa canción, La joven de Aughrim. Era tan delicado.
Gabriel se quedó callado. No quería que ella supiera que estaba interesado en su muchacho delicado.
—Tal como si lo estuviera viendo— dijo un momento después—. ¡Qué ojos tenía: grandes, negros! ¡Y qué expresión en ellos..., qué expresión!
—Ah, ¿entonces estabas enamorada de él? — dijo Gabriel.
—Salía con él a pasear— dijo ella— cuando vivía en Galway.
Un pensamiento pasó por el cerebro de Gabriel.
—¿Tal vez fuera por eso que querías ir a Galway con esa muchacha Ivors? — dijo fríamente.
Ella lo miró y le preguntó, sorprendida:
—¿Para qué?
Sus ojos hicieron que Gabriel sintiera desazón. Encogiendo los hombros, dijo:
—¿Cómo voy a saberlo yo? Para verlo, ¿no?
Retiró la mirada para recorrer con los ojos el rayo de luz hasta la ventana.
—El está muerto— dijo ella al rato. Murió cuando apenas tenía diecisiete años. ¿No es terrible morir así tan joven?
—¿Qué era él? — preguntó Gabriel, irónico todavía.
—Trabajaba en el gas— dijo ella. […]
—Supongo que estarías enamorada de este Michael Furey, Gretta— dijo.
Su voz sonaba velada y triste. Gabriel, sintiendo ahora lo vano que sería tratar de llevarla más lejos de lo que se propuso, acarició una de sus manos y dijo, él también triste:
—¿Y de qué murió tan joven, Gretta? Tuberculoso, supongo.
—Creo que murió por mí— respondió ella.

J. Joyce, Los muertos (1914), Alianza editorial, 2001. Traducción de Guillermo Cabrera Infante.



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