sábado, 22 de abril de 2017

Otoño ruso
Esta mañana, como aquellas mañana (otros tiempos, el mismo invierno), me levanté a las siete, prendí el velador de la mesa de trabajo. En aquella mesa, en cambio, ponía una lámpara enorme que cubría unos setenta centímetros de diámetro: la enorme pantalla atenuaba la energía del foco.
Aquella era una lamparita de las comunes (una Osram, una Phillips); hoy, que las lámparas son bajo consumo, yo ya casi olvidé la diferencia de tono entre una y otra.
Habré dedicado unas veinte o treinta mañanas a ese ritual. Para acompañarme, el café lo ponía en un termo y solo me sentaba a leer con el libro y un lápiz negro. Hoy tengo una edición de Hyspamérica en dos tomos que compré después en Centenario. Pero, en aquel momento, leí una edición de kiosco de diarios que se guardaba en una caja de cartón, una edición de seis volúmenes. Era de Sopena y para mí fue la edición de un ritual que repetí durante muchos años: guardar el libro, cerrar la caja.
Mi vieja andaba por la casa: yo leía solo. Pero leía para estudiar, hacía un estudio utilitario.
Entonces, anotaba en un cuaderno palabras o expresiones cuyo significado más inmediato se me perdía. Leía afiebradamente las cavilaciones y furias, los callejones sin salida de Raskolnikov: el odio hacia la vieja Aliovna, la culpa por el casamiento de la hermana con ese abogado, fiel exponente de la generación moderna, la adolescente borracha que camina bajo el rayo del sol, la prostituta Sonia y el sacrificio ritual.
Todo estaba por empezar en la novela, en mis vínculos con la literatura y en mi vida.
Tenía, muy cerca y para esa época, también estudiando, Le Père Goriot , de Balzac, Madame Bovary, de Flaubert, I deserti dei tartarí. La educación estatal, por aquellos años, preparaba con veinte, treinta libros anuales, muchos otros libros (usted será profesor, no debe leer fotocopias) hablando de otros libros: El Dostoievski de Bajtin, que compramos unos años después con Diego Bentivegna en una feria de Valparaíso (hablo de los Breviarios, los de tapas naranjas), La struttura della lirica moderna. Dalla metà del XIX alla metà del XX secolo, de H. Friedrich (también se nos decía: Lea, lea aunque sea italiano, si usted estudia latín, así se va acostumbrando).
Nunca enseñé Crimen y castigo, en ningún nivel de la enseñanza en los que estuve, en cambio, sí tuve que seleccionar fragmentos para un trabajo editorial. La manía de copiar los textos con que preparábamos los finales de latín, páginas y páginas organizadas en líneas separadas por cuatro o cinco renglones para registro del análisis morfosintáctico me dispusieron más de una vez, en mi laburo editorial, a “resumir” (reponiendo lagunas y dejando fragmentos) todo El Cid, para algún libro, o el Martín Fierro, o El avaro, o El Quijote, o La Celestina, o El juguete Rabioso o el Facundo, pero nunca Crimen y castigo.
Hoy empieza el Otoño ruso y volví a Dostoievski como quien vuelve a la casita de los viejos. Estuve toda esta semana con ese amor de juventud, del que –lo digo claramente- hoy por hoy me fastidia con sus regodeos neuróticos (algo parecido me pasó con Castel, el año pasado, cuando agarré El túnel después de tantos años), me fastidia, aunque no tanto como Castel.
Yo no sabía cómo se vestía ni cómo llevaba el pelo Raskolnikov. Pero lo imaginaba… El año de mi lectura de Dostoievski me puse ropas negras todos los días de mi vida, zapatos también. Por eso, una vez (trabaja entonces de preceptor) una profesora apenada y asustada me sugirió maternalmente que no usara tanto negro, si eran tan lindos los colores...
Poco después lo vi en una versión cinematográfica y, para mi desilusión, estaba muy distante del vestuario de mi lectura.

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